
El 28 de octubre de 1956 murió Zenobia Camprubí Aymar, tres días antes de que a su esposo le otorgaran oficialmente el Premio Nobel.
Zenobia fue, ha sido, es, una de tantas mujeres que viviendo a la sombra de un marido famoso, han pasado a la historia como la “esposa de”, y en este caso, igual que en otros muchos, el título no puede ser más injusto ya que Zenobia no fue “la esposa de”, sino Zenobia Camprubí Aymar, una mujer muy inteligente que se sacrificó por un hombre, el poeta Juan Ramón Jiménez, convirtiéndose en su enfermera, colaboradora, secretaria, administradora familiar y mujer de negocios en una insólita faceta que permitía cubrir gastos ya que la economía hogareña no era lo que se dice brillante.
Nuestro poeta era hipocondríaco y depresivo y ella, por amor, tuvo mucho que soportar siempre con una sonrisa en los labios. Gracias a Zenobia, el poeta mejoró sus versos, ya que los primeros que le hizo leer a ella no le gustaron nada, y posiblemente sin la influencia de esta mujer extraordinaria Juan Ramón no hubiera llegado a brillar como lo hizo posteriormente.
Juntos trabajaron en la poesía de Rabindranath Tagore, ella como traductora y él, según se dice, dándole la forma poética, y entrecomillo “según se dice” porque puede haber dudas a este respecto, es decir, la plena intervención de Juan Ramón Jiménez en la versión poética traducida de Tagore, ya que Zenobia era una mujer muy competente, pero en su época seguía sin estar bien visto que las féminas demostrasen sus capacidades, y no sería la primera que ha escrito y el marido se ha llevado toda la gloria; podrían darse muchos nombres.
Sin embargo, no quiero afirmar con esto que nuestro poeta fuera un suplantador de identidades, ni mucho menos, solamente que bien pudo ella minimizar su propia intervención, ya que, mujer discreta, y sobre todo enamorada, prefirió siempre guardar un modesto segundo plano por no restar protagonismo a un marido depresivo a quien cuidaba con abnegación.
Ella misma, saliendo al paso de este tipo de suposiciones, llegó a escribir que si no se había dedicado plenamente a la literatura es porque nunca escribió nada que valiese la pena antes de los 27 años, edad en la que contrajo matrimonio, mientras que Juan Ramón ya había revelado su talento a los catorce. O sea que según Zenobia, él la aventajaba, tenía madera y ella sólo servía para traducir..., aparte de ser el complemento del poeta.
Como muchas mujeres, Zenobia Camprubí Aymar se anuló alegremente en aras del hombre al que amaba y nunca dejó de estar a su lado, alentarle y procurarle una vida lo más cómoda posible; imagino que el hecho de que en este matrimonio no hubiera hijos, facilitó el que Zenobia pudiera entregarse a Juan Ramón tan devotamente como lo hizo.
Zenobia, hija de Raimundo Camprubí, un ingeniero de caminos, canales y puertos de origen catalán aunque nacido en Pamplona al pertenecer a una distinguida familia de militares, nació a su vez en Malgrat de Mar, provincia de Barcelona, siendo su madre de ascendencia italiana, una señorita de la buena sociedad de Puerto Rico.
Como su familia disfrutaba de una excelente posición social, y, además, pormenor digno de ser tenido en cuenta, eran muy abiertos de mente, la pequeña Zenobia recibió una educación esmeradísima, en la que los viajes frecuentes cruzando el charco eran acontecimiento normal. Aprendió idiomas, literatura, música e historia... y conoció a Juan Ramón Jiménez, sellando el encuentro su destino.
Cabría preguntarse ahora si la vida de esta mujer, que, aparte de todo lo expuesto en su relación con el poeta, tuvo tiempo para dedicarse a las causas sociales, no hubiera sido por completo distinta de haber continuado su camino sola, y no me estoy refiriendo precisamente a observar una vida de traductora.
Los últimos años de la vida de Zenobia estuvieron marcados por el cáncer a consecuencia del cual falleció, y su último acto de servicio fue el informar personalmente a Juan Ramón que le había sido concedido el Premio Nobel, un galardón merecido pero que llegó en muy tristes circunstancias, aunque es indudable que fue la última alegría de Zenobia.
Juan Ramón Jiménez la seguiría a la tumba en 1958.
"Esta noche de abril, la lámpara arde en mi alcoba [...]. Mi vestido es azul como el cuello de un pavo real, y verde mi manto como la hierba nueva. [...] Ella soy yo, caminante sin esperanza, ella soy yo”
Rabindranath Tagore.
Gracias a la colaboración de mi amiga Mía.
